
Las Aldeas de Atitlán
Llegué a la orilla del Atitlán justo antes de que se perdiera la última claridad del día. En ese instante, cuando todavía se distinguía la silueta de los volcanes que lo rodean y habían aparecido las luces de los pueblos que surgen de sus orillas, el lago parecía un cuenco de tinta china. Es el momento en que alcanza esa belleza serena que parece obsesionar a todos los viajeros que llegan hasta aquí. Ese día no había soplado el xocomil, el viento del sureste que levanta un peligroso oleaje, y la superficie del agua estaba tersa y casi parecía un objeto sólido. Los barqueros de Panajachel ya habían atado sus lanchas pero de vez en cuando aparecían como luciérnagas en los embarcaderos, y eran las puntas de los cigarrillos de los que se resistían a volver a casa mientras durara el espectáculo diario de la llegada de la noche.
Los alrededores del lago Atitlán son un mosaico de vida y cultura
A mí me pasaba lo mismo, y estaba sentado cerca del agua mirando la luna menguante flotar cerca de la cumbre de uno de los volcanes en mi primera noche junto al lago. Entonces me acordé de un libro que había leído muchos años antes, Los escándalos de Maximón, un sesudo estudio antropológico sobre la religión y la visión del mundo en una de las aldeas cercanas. Con el paso del tiempo sólo me habían quedado dos recuerdos de esa lectura: la indescifrable complejidad religiosa, social y cultural del universo maya y la asombrosa belleza de este lago.

Esto último lo había comprobado fácilmente nada más llegar, y a lo primero tenía intención de asomarme a lo largo de los siguientes días. Me imaginaba recorrer las orillas del lago, saltar a un barco para cruzar de un lado a otro, trepar por las laderas de los volcanes y adentrarme en el bosque tropical, perderme por los mercados, charlar con los artesanos y recogerme en las iglesias. Y llegar otro día al cercano Chichicastenango, donde los jueves y domingos se levanta el que probablemente sea el mercado más espectacular de toda Centroamérica. Además de los puestos de venta ese día salen en procesión las cofradías, las hermandades religiosas tradicionales que hunden sus raíces no sólo en el cristianismo traído por los españoles sino en cultos antiquísimos, muy anteriores al tiempo de la colonia.
Chichicastenango, donde se levanta el que probablemente sea el mercado más espectacular de toda Centroamérica.
Los alrededores del lago Atitlán son un mosaico de vida y cultura. Como ocurre casi siempre todo se explica por la geografía y la historia. Por aquí han pasado diferentes oleadas de pueblos a lo largo de los siglos y se han instalado donde han podido. La peculiar orografía de la zona, con altos volcanes que surgen directamente de las aguas, han creado multitud de zonas de difícil acceso, muy mal comunicadas entre sí, y de hecho a algunas aldeas sólo se podía llegar por el agua hasta hace muy poco tiempo. Todo ello ha favorecido la fragmentación cultural, la diferenciación de un pueblo respecto a su vecino, del que tal vez le separaban sólo unos pocos kilómetros.
Ahora hay doce aldeas atitecas, agrupadas por la lengua de sus habitantes: aquí se habla tzutujil, allá cakchiquel, en esa otra zona quiché. Sus habitantes, en cualquier caso, son herederos de una de las tradiciones culturales más largas de la historia de la humanidad, la de aquellos que construyeron sus ciudades y sus templos hace siglos en una amplia región que ahora comparten México, Guatemala, Belice y que llega hasta Honduras y El Salvador. En estas Tierras Altas guatemaltecas todavía mantienen sus costumbres, sus lenguas y sus trajes tradicionales.

En los alrededores del lago cada pueblo guarda muchas semejantes con los demás pero siempre presenta una característica. En San Marcos La Laguna hay expertos en plantas medicinales, en San Pablo La Laguna siguen produciendo cuerdas de pita, en San Juan La Laguna son los mejores cafetaleros y en San Jorge La Laguna son comerciantes que viajan hacia la costa del Pacífico en busca del cacao de la tierra caliente.
Un día tomé el barco que va desde Panajachel hasta San Juan La Laguna, y el viaje fue corto pero embriagador. Allí encontré plantadores de café y señoras que preparaban tortillas de maíz. También un grupo de tejedoras que recuperan técnicas casi olvidadas para dar un nuevo esplendor a los tejidos tradicionales mayas. Estos no son sólo una tela que te cubre y te protege de las inclemencias sino un verdadero tesoro. Cada tela cuenta una historia a través de los colores y los diseños geométricos, florales, de figuras humanas o animales. Es como un carné de identidad de la persona y de su grupo, que indica quién la lleva y a qué aldea pertenece. Al llegar sientes que te envían mensajes que no entiendes pero la belleza compensa la ignorancia.
En todo el pago hay doce aldeas atitecas, agrupadas por la lengua de sus habitantes.
En San Juan La Laguna también hay, como en otras aldeas, muchos pintores que reflejan el alma maya, su concepción del mundo y de la vida, en lienzos de brillantes colores —casi los mismos que los de los tejidos— que despiertan admiración. Encontré pintores que plasman las historias de la vida local con un estilo primitivista, naif, pero con la peculiaridad de que las representan desde un punto de vista cenital, como si el observador sobrevolara la escena. El flujo permanente de turistas extranjeros ha dado nuevo impulso a la creación artística y hace florecer el genio creativo.
Santiago Atitlán está al borde del lago, pero en un brazo de agua que se adentra entre los volcanes. Enfrente está el volcán San Pedro, y encima el Atitlán y el Tolimán. Un poco más allá surge el Cerro de Oro, un pequeño volcán que tiene ese nombre porque cuenta la leyenda que allí enterraron los tzutujiles sus tesoros a la llegada de los conquistadores españoles. En esos tiempos la capital tzutujil era Chuitinamit, una población de la que me dijeron que no queda rastro.

En la iglesia de Santiago un grupo de fieles veneraba una imagen de un cisne al lado de un retrato de Juan Pablo II. La ortodoxia cristiana se perdía entre los pliegues del alma humana y los recovecos de la historia. Pero para eso no hay nada como la figura de Maximón, esa especie de divinidad local de la que hay mil relatos sobre su carácter, su origen, su papel estelar en las celebraciones de Semana Santa cuando eclipsa totalmente a la figura de Jesucristo en las celebraciones. En el viaje de ida y vuelta entre las religiones, Maximón ha cubierto de espíritu maya la práctica cristiana, y mezcla lo pagano con lo sagrado.
A Maximón se le pide el bien para uno pero también el mal para los enemigos, se le ofrece tabaco y trago. Es divino y humano. El Maximón de Santiago Atitlán cambia de casa cada año, viviendo así con todos los miembros de la cofradía de la Santa Cruz. Pregunté y me encaminaron a una casa modesta en una callejuela. Allí estaba su figura bien guardada, con su sombrero y un puro en la boca, con el cuerpo cubierto de corbatas y pañuelos anudados al cuello, rodeado de flores, velas encendidas y cofrades con pantalones de rayas. Como buen turista pagué por verlo, porque tenía una cita con él desde muchos años antes, cuando un libro me mostró que hay muchas maneras de enfrentarse a lo inefable. Y que viajar es la mejor manera de asomarse a las formas que tenemos de enfrentarnos a los misterios de la vida y del alma humana.

Ángel Martínez Bermejo